Primero, la ruta.
Muy distinta a la de hace veinte años, pero más linda y más segura. Algunos
cambios en el paisaje me desilusionaron, pero tampoco es que todo puede ser
perfecto siempre. Mirar por la venta como cuando era chica. En aquel momento
veía: pasto, pasto, vacas, vacas, pasto, caballos, pasto, girasoles… Y así, en
ese orden o en otro, pero siempre eran los mismos elementos. Me fascinaba
esperar a ver los girasoles, cómo iban cambiando su posición a medida que el
viaje avanzaba. Pero ahora es un poco distinto. Esta vez los campos de girasoles
tenían soja. Así que el paisaje era: pasto, soja, pasto, vacas, pasto,
caballos, pasto, soja…
Me quedé
esperando las tremendas curvas… Y no, nunca las vi. En la nueva ruta no hay
curvas pronunciadas, por lo que el viaje es más tranquilo y seguro.
Y al momento de llegar
mi familia me recibió con el amor de siempre. Con comida y cosas para hacer
apenas llegué. El almuerzo tuvo eso de multitudinario que siempre tuvo esta
familia, aunque fuimos menos ahora. El calor eterno de enero, como todos mis
veranos allá. Fue el conjunto de todo lo que me hizo sentir en casa.
Allí mismo, donde
me bronceaba de chica cada verano, charlamos de mil cosas, poniéndonos al día.
Ahí, donde compartí con mis primos veranos eternos, una vez más fui feliz.
Organizamos cenas, almuerzos y meriendas. Nos reíamos de las cosas que hacíamos
cuando éramos chicos.
Y anduve al sol,
en el pasto, en malla casi todo el día. Comiendo “masitas” y asado, o pizza
gigante. Rodeada de perros y caballos, viendo atardeceres increíbles.
Y recorrí el pueblo
(que ya es ciudad) y no reconocí casi nada, porque todo avanzó. Pero es igual
de hermoso. Y la gente sigue teniendo “su ritmo” , distinto al mío. Y la casa
de alfajores que no cambió, pero ya no tiene las estanterías llenas de cosas
ricas, sólo vende alfajores. Si hay alfajores, estamos a salvo.
También fui a ver
la casa que supo ser de mis abuelos. Ya no está. En su lugar hay una casa
moderna preciosa. En esa cuadra no hay casi ningún vestigio de lo que conocí,
salvo el almacén de Olinda. Queda la fachada. Cuando la vi, mi mente
inmediatamente me transportó a los momentos en que iba a comprar o a hablar por
teléfono.
Y así fui pasando
la semana. Mostrándole a mis hijas los recuerdos entre mate, sol, “masitas”,
café pileta. Una vez más me contuvieron
y me hicieron feliz con la simplicidad de la familia.
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